- Mitos y leyendas de Chiapas - Los Yalám Bequet [View site in English ]
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  • Los Yalám Bequet

    Como antecedente vamos a mencionar que nuestra ciudad de San Cristóbal de Las Casas fue fundada con el nombre de Villa Real en los primeros meses del año de 1528.  Sus fundadores fueron un grupo de españoles bajo el mando del capitán don Diego de Mazariegos, y de mexicanos y tlaxcaltecas.  Estos últimos venían como guerreros unos, y como tamemes (cargadores) la mayoría.

    El capitán hispano les concedió tierras al norte del valle en que se asienta la ciudad, y estos aborígenes fueron así conquistadores y fundadores, pues aceptaron gustosamente quedarse a vivir en la naciente capital de la provincia chiapaneca.

    Ahora bien, de estos dos grupos, muy especialmente el azteca tenía fama de ser un profundo conocedor de brujería y que la practicaba ordinariamente.  Tal conocimiento dio lugar a que el apodo que hasta nuestros días tienen los originarios de dicho barrio, es el de brujos.

    El lento paso de los años fue dejando su huella en las callejuelas empedradas y en las banquetas de laja de esa zona de la población, que se encuentra al norte del valle en que se asienta la antigua capital.

    En el citado barrio de Mexicanos vivía un anciano carpintero.  Se le conocía como el “maestro Bernabé”; era un hombre de impecable honradez, sincero y leal.  Conocía su oficio a la perfección y dominaba la lengua tzotzil, que practicó siempre en forma constante debido a que entre su numerosa clientela estaban grupos indígenas.  Otra de sus cualidades fue su excepcional memoria.

    Tuve la suerte de platicar muchas y repetidas ocasiones con él.  Pues mientras trabajaba incansablemente en su banco, me relataba sucesos curiosos y hechos interesantes de comienzo del siglo,  cuando, como acostumbraba decir, “era joven”.

    En cierta ocasión, hablando de estos relatos que se conservan celosamente a través de los años se me quedó viendo, y después me dijo: “Aquí en Mexicanos sucedió una serie de hechos que no tienen explicación”.  Inmediatamente la mayor curiosidad se apoderó de mí.  Y contesté diciéndole:  “Qué sucedió, maestro?” Entonces mi excelente amigo, dejando la pieza de madera que estaba trabajando, pues comenzaba a oscurecer, en la forma pausada y con el sabor que siempre le daba a su charla, me relató lo que a continuación escribo.

    Felizmente la leyenda conserva el nombre de los dos personajes principales.  Ella se llamaba Ernestina y él José Manuel.  Descendientes ambos de familias sancristobalenses, de una posición económica desahogada y perteneciente a lo que hoy se acostumbra llamar clase media.

    José Manuel recordaba haberla conocido cuando ella era una chiquilla de 11 o 12 años, delgada, sin gracia y paliducha.  Siendo ya él un joven de unos 18 años.  Pero como se ausentara de la antigua capital de Chiapas durante casi cinco años, al volver se encontró que aquella que llamaba Flacucha se había convertido en una espléndida muchacha.

    Realmente Ernestina era una garbosa morena, con una cara lindísima y a la que parecía iluminar su constate sonrisa.  De cuerpo mediano en estatura pero más que superior en formas, pues sus redondeces eran tentadoras y podían adivinarse a través de su traje; pero lo que sí estaba a la vista: pequeños y graciosos pies que hubiera envidiado la Cenicienta.  Caminaba con el garbo de la hembra que se sabe admirada por el sexo opuesto, y aunque nunca dejó de ser honesta, sí tenía cierta dosis de coquetería que le sentaba divinamente.

    Verla José Manuel y sentirse prendado de ella fue todo a la vez.  Y comenzó a asediarla incansablemente.  Hubo dos circunstancias que lo animaron más a luchar por conseguir el amor de aquella gentil morena.  La primera fue que le informaron que no tenía novio, pues “era muy seria”, y la segunda, que Ernestina, otrora inabordable, parecía manifestar cierta predilección hacia nuestro héroe.

    Así fue que, de acuerdo con las costumbres de los viejos tiempos, lo único que hacían, cuando se encontraban en el mismo lugar de reunión o fiesta, era dirigirse intensas miradas.

    Pero para aquel joven, fogoso y enamorado, eran insuficientes tales pruebas de simpatía,  de manera que buscó la forma de encontrase lo más frecuentemente posible con la hermosa chiquilla; además le enviaba cartas en las que le hacía saber su gran amor, y que ella, en las primeras ocasiones, devolvía sin abrir, pero finalmente comenzó a darle respuesta, que era la de machote e invariable en esa época:  siempre le agradecía que el joven se hubiera fijado en ella, pero que le pedía se dirigiera a otra señorita con más cualidades que la que suscribía, etcétera.

    Sin embargo, José Manuel continuó insistiendo hasta que, finalmente, recibió una misiva en que le daba un “plazo para resolverle”.  Mientras tanto no perdían la oportunidad de dirigirse ardientes miradas, y aunque muy ocasionalmente, una pieza de baile en que danzaban ambos jóvenes sintiéndose que iban como sobre nubes.

    Por fin llegó el esperado día en que los labios de Ernestina pronunciaron el anhelado “sí”.  Las cartas se hicieron más frecuentes, siendo cada vez más apasionadas las de José Manuel y menos llenas de reservas las de Ernestina.  Pasaron los días y en cierto momento y a los compases de un vals, convinieron que el joven enamorado llegaría  acompañado de su mamá para hacer la petición de la mano de la novia.  Y ya era novia porque con Ernestina, había ido con la mayor solemnidad a pedir permiso para visitarla en su casa y ya con la autorización de los papás, sus futuros suegros.  Como dicha petición fue concedida desde ese momento ya el enamorado pasó a ser “novio oficial”, pudiendo visitarla dos días a la semana, que siempre eran jueves y sábados.

    Como en aquellos amores jamás hubo nada que viniera a turbarlos, posteriormente fue fijada la fecha del matrimonio, y éste se celebró en la catedral de la ciudad.  Por aquellos tiempos no se acostumbraba viaje de boda, así que los felices desposados se fueron a vivir en una casa del barrio de Mexicanos.

    Y comenzaron a deslizarse los días en un ambiente de felicidad.  Los familiares de ambos tenían la impresión de que con el paso del tiempo se amaban cada vez más.  Y al verlos tan enamorados, pensaban que en verdad habían nacido el uno para el otro.

    Una noche y en altas horas, José Manuel se encontraba en el lecho conyugal, pero estaba despierto.  En cierto momento se dio cuenta de que su esposa se iba lentamente separando de él, después que se sentaba, pero visiblemente en forma por demás cuidadosa, y sin hacer el más mínimo ruido se fue caminando hacia la pieza siguiente al dormitorio que ocupaban.

    Intrigado por aquello, a su vez se enderezó en el lecho, y también sin encender luz y en forma muy cuidadosa caminó hacia esa siguiente pieza, pero dándose cuenta de que Ernestina, ya en la tercera de esas recámaras, que daba a un bonito y bien cuidado jardín, había abierto la ventana a la que nunca le habían puesto reja de protección, pudo claramente ver que su bella esposa se detenía precisamente en el centro de esa habitación y en seguida oyó que decía: “Yalám bequet, yalám bequet”; palabras que en lengua tzotzil significan “Baja carne, baja carne”.

    Y en esos momentos, con los ojos desorbitados por el asombro y el terror, José Manuel presenció una escena espantosa; pues obedeciendo al conjuro diabólico que acababa Ernestina de pronunciar, la carne del cuerpo de la bella mujer se fue desprendiendo lentamente hasta quedar formando una rueda de color rojizo en el suelo, en tanto que el esqueleto permanecía inmóvil y de pie.

    Y los instantes de horror continuaron cuando pudo ver que aquel esqueleto lanzándose hacia la ventana pareció salir volando, seguido de un inconfundible ruido de chocar de huesos, cuyo rumor se fue apagando unos segundos después.

    Tratar de describir la angustia y el espanto del joven sancristobalense, sería imposible.  Pues además de haber presenciado la increíble separación de carne y huesos del cuerpo de la mu8jer que amaba con locura, sentía haberla perdido para siempre ante los increíbles y diabólicos conocimientos que ésta tenía y llevaba a la práctica.

    Y se quedó aquel infeliz, viendo su dicha desaparecida para siempre, sin saber qué hacer.  Pasaron horas y horas en que no supo de sí mismo.  Pero cuando ya estaba por amanecer, hubo algo que lo sacó repentinamente de su abstracción: el terrorífico chocar de los huesos del esqueleto que volvía a su morada.

    Inmediatamente se puso de pie y ocultándose detrás de la cortina espió la llegada de la osamenta que buscaba la carne que horas antes se le había desprendido al conjuro de aquellas palabras satánicas.  Y con el mismo asombro y espanto que anteriormente sufriera, contempló al esqueleto, que pasando por la ventana abierta fue directamente a posarse en medio de la carne que yacía inmóvil.

    Este, al momento de pararse en aquella masa en la que únicamente había lugar para sus pies, con voz ronca y cavernosa claramente dijo: “Muyán bequet, muyán bequet”, palabras que en tzotzil significan: “Sube carne, sube carne”.  Y entonces se produjo el movimiento de aquella masa informe, pues la carne obedeciendo la extraña orden fue cubriendo al esqueleto hasta quedar formado nuevamente el juvenil cuerpo de Ernestina”.

    Apenas había ocurrido esta reciente transformación y ya José Manuel estaba abandonando el lugar en que presenciara toda la macabra escena.  Y rápidamente se fue a su cama y acostándose sin perder ni un segundo, aparentó encontrarse completamente dormido.  Instantes más tarde llegaba su esposa.  También se acostó y un rato después se encontraba tranquila y profundamente dormida.

    En cambio, para su joven esposo era imposible conciliar el sueño.  En cada instante se le representaba la carne que iba bajando para dejar descubierto el espantoso esqueleto que inmediatamente después saldría por los aires con aquel estremecedor entrechocar de huesos.  No pudo conciliar el sueño ni un momento.  Pero entre otros pensamientos que se agolpaban en su mente resolvió que a la siguiente mañana haría un gran esfuerzo para aparentar no saber nada de esas transformaciones diabólicas que con solamente pronunciar Ernestina aquellas palabras cabalísticas, originaban la separación de su esqueleto de la carne de su bello cuerpo.

    Efectivamente logró hacerlo, pues con manifiesto dominio de su preocupación estuvo con su atractiva consorte durante la hora del almuerzo.  Y poco después manifestando tener a temprana hora un compromiso en el centro de la ciudad, se despidió de sus mujer y caminando rápidamente sus pasos lo condujeron hasta la casa adonde la noche anterior había resuelto ir a consultar el doloroso problema a que se estaba enfrentando.

    Se trataba de la morada de su padrino, antiguo y gran amigo de su padre, y que además era afamado por sus grandes conocimientos.  Sin titubear al llegar hasta el señorial portón ornado de chapetones de fierro, tomando la vieja aldaba dio tres sonoros toquidos.  Unos momentos después la puerta fue abierta y un sirviente al reconocer a José Manuel le dio buenos días agregando: “Pase usted adelante, su padrino está en el comedor”; y acto continuo, dejando paso, agregó: “como siempre tendrá mucho gusto en verlo”.

    Pero ya el impaciente visitante casi no oyó las últimas palabras pues sin detenerse se dirigió al comedor de la colonial casona, y entrando saludó a su padrino.  Este le respondió: “Buenos días, muchacho, qué bueno que veniste, porque ya hace un buen tiempo que no se te veía por esta tu casa.  Y dime –continuó diciendo aquel buen anciano --, ¿cómo está tu esposa Ernestina?”.  Padrino –respondió el atribulado mancebo--, de ella y de un gravísimo problema he venido a informarle.  Pero no quisiera hablarle aquí sino en un lugar en donde esté seguro de que solamente estamos los dos,  porque lo que le vengo a decir y a consultar es un asunto sumamente grave y delicado”.

    “Ven conmigo”, respondió el dueño de la casa, y seguido de su ahijado llegaron hasta un cuarto que se encontraba al extremo del largo corredor, y en el cual entraron.  Los únicos muebles que ahí se enconraban eran unos estantes con un centenar de libros,  muchos de ellos con pasta de pergamino.  Una mesa con patas muy adornadas, y encima un bellísimo tintero de cristal con dos plumas de ave.

    Ya el anciano, al darse cuenta de la palidez de su ahijado y del sonido de su voz, que manifestaba la profunda preocupación que lo embargaba, estaba conmovido; y así, sentándose, con afectuosa voz le dijo: “Cuéntame, hijo mío, de qué se trata”.  Y entonces José Manuel, hablando en voz sumamente baja, le relató, sin ninguna omisión, todo lo acontecido en aquella noche infernal que viviera.

    Cuando hubo terminado, sin que en ningún momento fuera interrumpido por su atento oyente, guardó silencio en espera de la respuesta de su padrino que meditaba después de escuchar con gran atención el relato de su ahijado.  En seguida y en voz también sumamente baja le contestó, dándole instrucciones acerca de lo que debía hacer para que aquella monstruosa transformación no volviera a repetirse.  No le expresaba en sus frasis ni una sola palabra con el propósito de consolarlo, sino que sencillamente le estuvo indicando el procedimiento a seguir.

    Pocos momentos después ya el joven iba hacia el comercio en que debía adquirir lo que su padrino le había aconsejado.  Y tratando de volver lo más tarde posible a su domicilio, estuvo caminando por las antiguas calles de Ciudad Real, pero hizo el recorrido en forma inconsciente, al grado de que si alguien le hubiera dicho si recordaba por dónde había pasado, la respuesta que habría dado indiscutiblemente hubiera sido que no lo sabía.

    Cuando ya estaba próxima la hora de costumbre en que tomaban los alimentos del medio día, fue encaminando sus pasos hacia su domicilio, y sabiendo que su esposa siempre estaba en la cocina, al llegar penetró furtivamente y entrando hasta el fondo del pequeño jardín del traspatio, escondió en un avieja alacena el paquete que llevaba.  En seguida fue en busca de Ernestina.  Ésta, como siempre muy hacendosa, salió a recibirlo fresca y lozana, y también como siempre amorosa y sonriente.  Poco después entraron en el comedor.  José Manuel, pretextando encontrarse con gripe, apenas si comió.  De allí fueron a la pequeña banca del jardín de la entrada, en donde él aparentaba entretenerse con un libro, mientras Ernestina tejía incansablemente.

    Llegada la hora de dormir, una vez más y con visible fuerza de voluntad, se acostó junto al juvenil y tentador cuerpo de su bella esposa, pero que ya había dejado de tener el gran atractivo que sobre él ejerciera durante varios meses.

    Desde luego que con la preocupación que lo embargaba, más las instrucciones de su sabio padrino, era aún más imposible que lograra dormir.  Y fue transcurriendo el tiempo con desesperante lentitud.  El vetusto reloj público que trajeran los dominicos encabezados por fray Bartolomé de las Casas, sonaba sonoramente las horas, y en la quietud provinciana de aquellas noches sus campanadas se extendían a gran distancia.

    Apenas se habían perdido aquellos sonidos a lo lejos, cuando Ernestina abandonó el lecho conyugal.  José Manuel esperó apenas unos segundos y empezando cautelosamente a caminar se dirigió al cuarto en que sufría aquellas horribles transformaciones su guapa y joven mujer.  Y pudo llegar a tiempo todavía para oír aquella voz ronca y cavernosa, muy diferente a la voz normal de la hermosa mujer, que diciendo las palabras cabalísticas, comenzó a desprenderse de la carne de su escultural cuerpo.  Para después, y como había sucedido la noche anterior, salir el esqueleto volando por la abierta ventana.  En seguida, un profundo silencio.

    Y aquel hombre nuevamente cayó en un mar de confusión y de dolor.  Pero en cierto momento pareció reaccionar.  Rápidamente, sin vestirse ni ponerse calzado, se fue al traspatio y de la vieja alacena retiró el bulto que había depositado poco antes.  Subió de inmediato a su recámara y penetrando en el cuarto en que yacía la masa de carne humana que el esqueleto dejaba abandonada al hacer sus recorridos nocturnos, abriendo el paquete con las compras que realizara en la mañana, retiró una botella que contenía un litro de vinagre y una bolsa de papel en la que pusieron sal perfectamente bien molida.  Y procedió a seguir las instrucciones de su padrino, derramando sobre aquella carne embrujada todo el vinagre y, sin detenerse, le fue echando a continuación la sal, teniendo el cuidado de esparcirla en forma más o menos uniforme.

    Acto continuo se fue retirando a su acostumbrado lugar detrás de la corina del cuarto inmediato.  Y esperó impacientemente el resultado.  Una vez más iban pasando con desesperante lentitud las horas, hasta que cuando ya estaba a punto de comenzar a amanecer, le llegó a los oídos un rumor que al acentuarse instantes después, reconoció que era el característico entrechocar de huesos.  Llegó el esqueleto y fue a ponerse de pie en medio del círculo de carne.  Y al mismo momento la voz cavernosa que brota de las descarnadas mandíbulas pronunció las palabras cabalísticas: “Myán bequet, muyán bequet”.

    Pero ya en esta ocasión la carne no se movió.  Había surtido efecto el consejo del sabio padrino de José Manuel. ¡Vinagre y sal lograron que desapareciera el horrible maleficio que poseía aquella carne embrujada!

    Pero a pesar de eso, nuevamente de las mandíbulas del cráneo brotaron las imperativas palabras: “Muyán bequet, muyán bequet”.  Pero era totalmente inútil.  Ya el conjuro satánico no sería jamás obedecido.  Y como estaba por amanecer, el esqueleto no esperó más.  Pues con una ronca y amenazadora carcajada se alejó volando hacia lo desconocido.

    “Y esta leyenda –me dijo el maestro Bernabé--, como la hemos oído de nuestros mayores, que a su vez la conocieron de sus antepasados, concluye diciendo: Y desde entonces en el cielo de Ciudad Real, hoy San Cristóbal de Las Casas, en remotas ocasiones se ven volar esqueletos de mujer, a las que el pueblo llama los Yalám Bequet”.

    Y todavía agregó una palabra más: “Tiene un Yalám Bequet una duración en años, igual a los que habría vivido la mujer en el mundo, si hubiera nacido como un ser normal”.

    José Manuel resolvió después de estos tristes sucesos, ausentarse de San Cristóbal, y únicamente fue a despedirse de su padrino.  Volvió casi diez años más tarde y se podía notar que estaba prematuramente envejecido.  Vino como fraile juanino.

    Terminado el relato me despedí de mi amigo.  Ya era de noche, pero estaba bastante claro.  Al empezar a dar mis primeros pasos por la estrecha callejuela, involuntariamente caminé observando el espléndido cielo coleto.

    Prudencio Moscoso Pastrana
    Leyendas de San Cristóbal

      


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